La mano del fuego, la huella, las trazas de una búsqueda

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El reposo del barro
Rafael Antúnez

El título de esta nueva muestra del quehacer cerámico de Teresa Gómez Cantarell alude, al menos a mí me gusta pensarlo así, al estado último del barro con que ella ha trabajado y al que ha sometido a distintos procesos: lo ha cernido, lo ha mezclado, lo ha amasado, lo ha humedecido y lo ha puesto a girar amorosamente bajo la presión (que a veces es caricia) de sus manos en busca de esa forma que, una vez hallada, es entregada al fuego que afirmará (o definirá) su forma y su color. Esa forma que al ceramista le es dado intuir, imaginar como entre sueños mientras hace bailar el húmedo barro al ritmo del torno.

En esta muestra hay vasijas, muchas vasijas que, más que destinadas a contener tal o cual líquido, están destinadas a contenerse a sí mismas. Les he dicho vasijas, pero en realidad debería decir simplemente formas que, por momentos nos recuerdan a las vasijas, a los cuencos, pero que, en su deliberada incompletitud, en su rebeldía ante la convención de que la pieza debe estar totalmente acabada, parecerían ir en busca de un nuevo significado y, a la vez de un nuevo uso. De ahí que se tuerzan, se separen, se unan con otras, se deformen o, mejor dicho, vayan en pos de una forma nueva. Esta taza no es una taza, este cuenco no es un cuenco, este pie es en realidad la huella de una mano (la mano de la creadora)

 

Su autora es devota del juego y del viaje y aquí parece invitar al espectador a que recorra estos inéditos paisajes que traza en las caprichosas formas que nos entrega sin otra brújula que su imaginación, que recorra las piezas a la velocidad de su capricho, puede empezar por la última y arribar a la primera, aunque en realidad no haya última ni primera. Uno de sus afanes sin duda es abolir ese tipo de convenciones. En sus piezas la autora parece ofrecernos también un guiño irónico al pasar de una forma a la otra, de un, si se me permite la palabra, cacharro a otro, de un magnífico cachivache a otro, cambiando a cada paso el rumbo, como si se negara a establecer una forma unívoca de lectura para su trabajo y nos entregara un mapa que, a la vez es un laberinto, un instructivo construido por el Sombrerero de Carroll para llegar (o no) a sus fiesta. Hay que aventurarse sin temor a perderse, mejor aún, hay que emprender el camino buscando perderse. Esa es a mi parecer la mejor ruta.

El primer encuentro con estas piezas me produjo cierta sensación de desconcierto, un desconcierto que poco a poco iba cediendo y convirtiéndose en asombro al ver los raros matrimonios, las formas y los colores, donde lo inesperado surge por doquier, donde casi no hay lugar para las certezas, son piezas que no buscan complacer al espectador, si algo buscan es seducirlo, dialogar con él. Una pieza solitaria es un gesto, una palabra, dos son un diálogo, un puente entre la imaginación del espectador y la imaginación del artista, una imaginación en total rebeldía y, al mismo tiempo con un pie bien plantado en la tradición. De ahí, intuyo yo, que en casi todos los casos las esculturas estén formadas por varias piezas.

La cerámica es un arte de la conciliación, en ella celebran nupcias el fuego y el aire, el barro y el agua, lo inmóvil y el movimiento, la mutación, la búsqueda y el hallazgo, de todo ello hay aquí un rastro, un testimonio porque en este barro que hoy reposa frente a nosotros están las huellas de un largo peregrinaje por los caminos de la búsqueda y una inveterada fidelidad al torno.

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Livia Díaz

periodista y poeta de oficio

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